Los locos, generalmente de amor, se arriesgan cada día a perderlo todo, no planean, no cuestionan, no cuentan las horas, desmenuzan los minutos para ponerles nombre.
Para entender a un loco hay que dejarse abrazar a media calle, no tenerle miedo a las miradas directas ni a los besos robados. Hay que saber construir el mejor refugio sentado en la banca de un parque, saber cómo hacer para que un raquítico farol crezca de pronto en una luna llena con la magia química del tacto al roce.
Los locos, generalmente de remate, no rodean un charco, no se esconden de la lluvia, acarician animales abandonados y devuelven nidos a los árboles, no se peinan; el viento se encarga de eso, se visten de colorida casualidad, viven en el desorden, que es el mejor lugar para provocar el dulce caos que los alimenta.
Los locos, locos de a de veras, no dan cuerda al reloj ni se reflejan en pantallas, no tienen número personal, domicilio, ni saltan al vacío en redes sociales.
Para vivir de a locos hay que despertar con el sol, dormirse apagando estrellas, reflejarse en otros ojos y sonreír, sonreír, sonreír hasta que las comisuras de la boca toquen las orejas. Así son los locos, generalmente, locos de amor.
Rossana Camarena
Del taller Al Gravitar Rotando