Punto de En-Roque
Edith Roque Huerta, Analista jurídica.

El año 2025 dejó una enseñanza que el debate público suele ignorar: el derecho no solo ordena, también escucha, o debería hacerlo. En un contexto marcado por polarización, violencia estructural y desconfianza institucional, la pregunta central no es cuántas normas se aprobaron, sino qué tan capaces fueron las instituciones de comprender y procesar el conflicto social sin profundizarlo.
Desde una perspectiva jurídica, la paz no es ausencia de conflicto. Es capacidad de gestionarlo conforme a reglas, con racionalidad, empatía y legitimidad, y en ese sentido, 2025 fue un año revelador: mostró avances normativos y operativos, pero también exhibió los límites de un modelo que privilegia la imposición sobre la escucha.
México sigue siendo un país atravesado por conflictos múltiples: sociales, territoriales, laborales, familiares, comunitarios, digitales. Pretender eliminarlos es una ficción normativa. El reto del Estado constitucional es otro: canalizarlos de forma institucional, pacífica y eficaz.
Sin embargo, buena parte de la respuesta pública sigue anclada en una lógica reactiva: más leyes, más sanciones, más coerción. El problema es que cuando el derecho solo habla —y no escucha— pierde legitimidad. La ciudadanía no exige únicamente castigo; exige comprensión, reparación y soluciones que eviten la repetición del daño.
2025 evidenció que el déficit no está tanto en el marco jurídico, sino en su capacidad de implementación humanista. Hay normas, pero faltan puentes.
Uno de los aprendizajes más claros del año es que la justicia tardía no solo es ineficaz, sino profundamente injusta. Procesos largos, procedimientos incomprensibles y resoluciones desconectadas de la realidad cotidiana alimentan la percepción de que el derecho es ajeno, distante y, en ocasiones, hostil.
Esto se observa con especial claridad en la justicia cotidiana: conflictos vecinales, mercantiles, familiares, escolares o comunitarios que escalan innecesariamente porque el sistema formal no ofrece salidas oportunas. Cada conflicto mal gestionado es una oportunidad perdida para construir paz.
Aquí, la cultura de paz deja de ser un discurso aspiracional y se convierte en una obligación institucional: prevenir, mediar, conciliar, reparar.
La escucha no es solo una virtud ética; es una herramienta jurídica. Los mecanismos alternativos de solución de controversias —mediación, conciliación, justicia restaurativa— no son concesiones al “buenismo”, sino respuestas racionales a sistemas judiciales saturados y sociedades complejas.
2025 mostró avances importantes en el reconocimiento normativo de estos mecanismos, pero también una brecha significativa en su uso real. Persisten resistencias culturales, falta de capacitación, escasa inversión y, en algunos casos, una visión jerárquica del derecho que sigue considerando al litigio como la única vía legítima.
La experiencia comparada es clara: los sistemas que escuchan resuelven mejor y generan mayor confianza pública.
Propuestas para una cultura jurídica que escuche
Si 2025 dejó aprendizajes, 2026 exige decisiones. Algunas rutas son claras:
Fortalecer institucionalmente la mediación y la justicia restaurativa, dotándolas de presupuesto, capacitación y reconocimiento real.
Integrar la cultura de paz como política pública transversal, no como programa aislado.
Formar operadores jurídicos en habilidades de escucha, gestión del conflicto y enfoque de derechos humanos.
Diseñar mecanismos de justicia accesible y cercana, especialmente a nivel municipal y comunitario.
Incorporar la voz de las personas afectadas en la solución de controversias, priorizando la reparación del daño.
El derecho que solo ordena puede imponer silencio; el derecho que escucha construye paz. Esa es, quizá, la lección más importante que deja 2025. En tiempos de desconfianza, la legitimidad no se decreta: se gana escuchando.
Una cultura de paz no se legisla en abstracto. Se practica todos los días, en cada conflicto bien gestionado, en cada institución que decide comprender antes que imponer. Ahí, precisamente ahí, el derecho cumple su función más noble: hacer posible la convivencia sin violencia.
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