Punto de En-Roque 

El nuevo paradigma de la integridad en México

Edith Roque Huerta, analista jurídica. 

La corrupción en México no es solo un problema de ineficiencia o de recursos mal administrados; es, sobre todo, una violación sistemática de derechos humanos. Cuando un hospital carece de medicamentos porque el presupuesto fue desviado, no se trata de una mera irregularidad administrativa: se vulnera el derecho a la salud. Cuando una comunidad queda sin agua potable porque se adjudicó una obra a una empresa fantasma, lo que está en juego es el derecho al agua reconocido en la Constitución. 

Los datos lo confirman. Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (INEGI, 2023), México registró 14 mil 605 actos de corrupción por cada 100 mil habitantes. En Jalisco, la cifra fue de 12 mil 193, ligeramente menor, pero aún alarmante. La percepción social es aún más severa: 69.5 % de los jaliscienses considera corruptos a los jueces y 86.1 % a la policía. Es decir, incluso cuando hay leyes y comités de control, la gente sigue sin confiar en las instituciones. Y sin confianza no hay democracia que funcione. 

Max Weber, en La política como vocación, recordaba que incluso el adversario que creemos perverso suele justificar sus actos bajo “nobles intenciones”. Ese recordatorio es clave para entender la corrupción mexicana: no siempre se presenta como un acto abiertamente inmoral, sino como parte de una “cultura” de arreglos, favores y mordidas. Pero lo cultural no justifica lo injusto

El servicio público debe asumirse como una responsabilidad ética. Karl Popper advertía que tolerar lo intolerable destruye la sociedad abierta; de la misma manera, tolerar la corrupción como “forma de vida” normaliza la violación de derechos y profundiza la desigualdad. Aquí la ética no es un adorno: es el límite que evita que la legalidad se pervierta en simulación. 

El cambio no vendrá con más leyes en papel, sino con un nuevo paradigma: integridad como práctica cotidiana

  • Integridad como eje institucional cada dependencia debe rendir cuentas no solo en términos financieros, sino éticos: ¿se garantizó el derecho humano implicado? ¿Se respetó la dignidad de las personas afectadas por la decisión? 
  • Participación ciudadana vinculante los comités de obra o contralorías sociales deben tener poder real de veto frente a irregularidades, no solo ser invitados decorativos. 
  • Protección a denunciantes sin garantías efectivas, la ciudadanía no denunciará. Defender al “alertador ciudadano” es defender la transparencia. 
  • Ética pública en la formación universitaria las universidades mexicanas deben ser semillero de integridad, formando servidores públicos capaces de resistir la tentación de la corrupción y de entender que la administración pública es un servicio a los derechos. 
  • Medición en clave de derechos el éxito de un sistema anticorrupción no se mide en auditorías concluidas, sino en hospitales con medicinas, colonias con agua potable y escuelas con insumos completos. 

El combate a la corrupción no puede quedarse en discursos ni en minutas de reunión. El verdadero paradigma de la integridad en México debe unificar derecho, ética y derechos humanos. Derecho, porque establece las reglas; ética, porque fija los límites morales; y derechos humanos, porque recuerdan que detrás de cada acto de corrupción hay una persona afectada. 

Dejar de tolerar la corrupción es, en última instancia, un acto de justicia hacia las generaciones presentes y futuras. La democracia mexicana solo podrá consolidarse si logra pasar del simulacro institucional a un compromiso real con la dignidad, y ese compromiso empieza con un servicio público ético, con instituciones íntegras y con ciudadanía vigilante. 

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