Jueces que estudian, justicia que perdura
Por Edith Roque, analista jurídica.

En el ejercicio de impartir justicia, el conocimiento no es una opción, es una obligación. Un juez que no estudia, que no se forma y que no se evalúa deja de ser intérprete del derecho para convertirse en simple administrador del poder. Ese tránsito —imperceptible pero letal— es el que hoy amenaza la integridad del sistema judicial mexicano.
Durante décadas, el Poder Judicial Federal mantuvo un modelo imperfecto, pero con una lógica meritocrática clara: la Carrera Judicial. Quien aspiraba a ser juez debía formarse antes de ser nombrado. El Instituto de Especialización Judicial era el corazón de ese sistema: ahí se preparaban los futuros juzgadores mediante cursos, evaluaciones teóricas y prácticas, y concursos de oposición. Solo los más capacitados llegaban, era una consecuencia del mérito y del esfuerzo.
Ese modelo se sostenía sobre un principio esencial: la legitimidad judicial no proviene del voto ni del aplauso, sino del conocimiento técnico y de la independencia personal. Hoy, con la elección popular de jueces en discusión o en marcha en varios estados, conviene recordar que el derecho no se resuelve en las urnas. La justicia no se decide por mayoría, se construye en resoluciones fundadas. Cuando la legalidad se subordina al aplauso, la justicia deja de ser poder del Estado y se convierte en un eco del ánimo social. En lugar de imparcialidad, habrá conveniencia; en lugar de jurisprudencia, cálculo político.
La apertura ciudadana del sistema judicial es deseable —nadie puede negar el valor de la transparencia—, pero no debe confundirse con improvisación. La justicia exige formación constante: no solo para interpretar el derecho vigente, sino para comprender los cambios sociales, tecnológicos y éticos que lo transforman.
Las designaciones judiciales estatales han sido, históricamente, terreno fértil para los cuates y cuotas. Cargos repartidos por cercanía o por favores, ternas negociadas fuera de los tribunales y nombramientos decididos por afinidad, no por mérito. Si algo debe cambiar con la nueva era judicial es precisamente eso: sustituir la lógica de las cuotas por la cultura del mérito. No basta con cambiar quién nombra a los jueces; hay que cambiar cómo se forman, cómo se evalúan y cómo rinden cuentas.
La Reforma Judicial en Jalisco, aún en pausa en el Congreso, debería marcar el inicio de una transformación profunda, no una simulación técnica. Su objetivo no puede limitarse a armonizar la estructura judicial con la Constitución, sino a garantizar que cada nombramiento responda a capacidad real, ética pública y trayectoria comprobable, no a compromisos políticos ni a improvisaciones de perfiles.
Preocupa, sin embargo, el rumbo que ha tomado la discusión. Se pretende evaluar a los aspirantes a jueces mediante un examen estandarizado elaborado por una o dos universidades privadas, como si la función judicial pudiera medirse en un solo día o con una sola evaluación. La justicia no se demuestra con un resultado de evaluación, sino con una trayectoria de estudio, reflexión y servicio. La calidad no puede depender de un examen, sino de un proceso de formación continua.
La parálisis legislativa en Jalisco refleja algo más que falta de acuerdos: muestra una crisis de comprensión sobre lo que significa impartir justicia. Urge que la reforma avance, pero con visión institucional, no con cálculo partidista.
Cuando el conocimiento jurídico cede ante la retórica política, los derechos humanos se vuelven promesas vacías. Un juez sin preparación puede ser tan peligroso como un juez corrupto, porque ambos erosionan la confianza pública en la ley. El aprendizaje jurídico no debe ser episódico, sino permanente.
Si México quiere una justicia democrática, necesita jueces que estudien más, sean apartidistas, y hablen menos. Si aspira a un Poder Judicial respetado, debe apostar por la excelencia y no por la popularidad. Solo así podrá decirse que la justicia, aunque invisible, se sigue sintiendo: firme, imparcial y al servicio del derecho, no del poder.
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