La deuda ética de la función pública: un llamado al humanismo jurídico
Por Edith Roque Huerta, analista jurídica.

La gran incógnita para servidoras y servidores públicos es clara: ¿optarán por “hacer lo legal” o por “hacer lo correcto”? Ese dilema define el pacto tácito que prevalece en la función pública mexicana. Enfrentarse a esa encrucijada moral no es un acto heroico: es el primer paso hacia una administración comprometida con la dignidad humana y la justicia.
La corrupción en México no es solo un problema jurídico, es un fenómeno cultural y ético. Aunque desde 1824 existen figuras para sancionar servidores deshonestos, y pese a reformas como la Ley de Responsabilidades de 1982 o el Sistema Nacional Anticorrupción, la conducta pública no ha cambiado de manera sustancial. Las leyes están ahí, pero muchas veces se convierten en letra muerta, separadas de la vida cotidiana de las instituciones.
Las causas son múltiples y profundas. En primer lugar, la cultura política de la simulación, donde se predica la legalidad pero se tolera el abuso. En segundo, la falta de formación ética real y continua: no basta con conocer derechos y obligaciones, se requiere internalizarlos, reflexionarlos y vivirlos con coherencia. Tercero, una lógica de evaluación que mide resultados técnicos, sin considerar la integridad moral de las decisiones. Este enfoque reduccionista convierte la función pública en un trámite desprovisto de sentido humano.
Resultados
Las consecuencias son visibles y devastadoras. El Índice de Paz 2025 estima que la violencia —estrechamente vinculada a la debilidad institucional— costó al país 4.5 billones de pesos en 2024, cerca del 18 % del PIB. Ese costo social y económico supera el presupuesto federal para salud, educación e infraestructura. No es solo un problema moral: la corrupción perpetúa la desigualdad, deteriora servicios básicos, inhibe la inversión y erosiona la confianza ciudadana.
En 2024, se creó la Secretaría Anticorrupción y de Buen Gobierno con el mandato de dignificar la carrera pública y formar en ética. Sin embargo, sus primeros pasos han sido excesivamente burocráticos, más centrados en la denuncia que en la prevención o el cambio cultural al interior de las instituciones. Como resultado, la gran promesa de transformación se diluye en informes y encuestas, pero no se traduce en la vivencia diaria de la ciudadanía.
¿Por qué seguimos estancados? Porque la cultura institucional dominante sigue viendo la ética como un adorno discursivo y no como un compromiso esencial. Porque “hacer el bien” ha pasado a ser secundario frente a la obediencia ciega o el beneficio personal. Esa cultura no nació sola: se siembra desde la formación profesional y se fortalece en cada práctica cotidiana que normaliza el desvío, la opacidad y la impunidad.
Para revertir este horizonte, necesitamos un giro humanista en el derecho y la administración pública. El humanismo jurídico nos recuerda que el derecho no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para garantizar la dignidad humana. Implica ver a la ciudadanía no como súbdita de normas, sino como titular de derechos que requieren protección efectiva. La ley no puede ser solo técnica; debe ser ética, reflexiva y al servicio del bien común.
Para revertir podemos trabajar en tres pilares para una renovación humanista de la función pública -formación humana, supervisión real e integridad participativa-, constituyen una hoja de ruta clara para que la ética pública deje de ser retórica y empiece a ser una práctica efectiva, cimentada en la dignidad y la justicia.
La función pública no puede seguir reducida a lo técnico. Debe reencontrarse con la dignidad, la integridad y la transparencia, inspiradas en un humanismo jurídico que esté presente en cada decisión. No basta con proclamar valores en códigos de ética; es necesario vivirlos cotidianamente. Porque la verdadera transformación no está solo en las leyes, sino en las personas que deciden cumplirlas con compromiso social y conciencia humana.
¿Seremos capaces de asumirla?
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