Celular en mano
Diana Rubio.-
Hace más de veinte años conocí a Mayra, una chica que traía un teléfono celular en su mochila, era de noche y fue algo impactante saber que ella, una estudiante común, trajera eso como si nada. Era el segundo celular que yo veía. El primer móvil que vi lo traía un empleado de una empresa del mismo ramo donde yo trabajaba, área de la publicidad. Se me hacía demasiada payasada que entrara a la oficina con su aparato ese y ya se estuviera reportando, lo traían bien checado, le daban veinte mil indicaciones de dónde debía ir, que debía comprar y a qué hora debía regresar. ¿Qué afán de seguirle los pasos minuto a minuto? El empleado aquel se veía que no mataba ni una mosca, ¿para qué tanta llamadera? a veces no podía contestar, se le cortaba la llamada y se ponía nervioso.
En fin, aquella noche había sido una noche reveladora, Mayra, la chica, traía un móvil y nos relataba como en secreto el por qué cargaba eso, le gustaban mucho las actividades culturales y siempre se le hacía tarde, ni qué decir de la FIL, era su mayor pasión, ahorrar para comprarse libros y tratar de oír a los escritores que más admiraba. Esa noche, estábamos a punto de palpar un móvil, cada una de nosotras se asomó al fondo de la mochila para constatar lo que ella decía, era como ver un arma poderosa (y vaya que lo es), era mi turno, incliné la cabeza y busqué hasta el fondo, entre los libros recién comprados, el aparato aquel. Mayra siempre traía la mochila al frente de su pecho y la sopesaba con esfuerzo, ahora entiendo por qué. Júrenme que no van a decirle a nadie más, nada más se los digo a ustedes porque me caen bien y les tengo confianza, dijo ella a la vez que volteaba para que el secreto quedara sólo entre nosotras. Nos quedamos en silencio, nos dio miedo su secreto. ¿Sería hija de un narco o de un político? Sólo ellos podían tener semejantes aparatos. Una del grupito requería urgentemente llamar a su casa y avisar que estaba bien, que ya no había camiones pero llegaría en taxi. Mayra sabía del apuro de una madre, tantas veces había pasado por lo mismo. Con su mochila abierta, cada una de nosotras pasó y casi metimos la cabeza para poder ver de cerquita aquel teléfono celular negro, del tamaño de un virote salado, muy escondido entre los libros y cuadernos, envuelto en un lienzo negro, como quien esconde una revista porno. Nos quedamos asombradas y todas dijimos ¡Guau! cómo una más chica que nosotras trae aquello tan valioso y peligroso ahí, y cuesta una fortuna, dijo ella muy segura. Solamente lo uso en emergencias y las llamadas son carísimas…ni se imaginan, hasta los segundos cuestan una fortuna, recalcó. Su madre se lo había comprado para reportarse cuando se le hiciera tarde, que era casi a diario, ya que tenía la maña de irse con sus amigas a la biblioteca, que hacer tarea por equipo, a los recitales y cosas de libros, como esa vez que coincidimos en una presentación de una revista literaria en la Casa de la Palabra y las Imágenes (Universidad de Guadalajara) y desde entonces nos hicimos amigas y cómplices. Cuando se nos hacía tarde, corríamos al baño y una a una usábamos su «Cel» para avisar que íbamos en camino aunque aún estuviéramos demasiado lejos y apenas empezara el coctel.