«Entonces empezó a sentir lástima por el gran pez que había enganchado». Esta es una frase de Hemingway de El viejo y el mar. La leo y me pregunto, ¿cuál es la distancia entre el texto que escribió Hemingway mientras pensaba en una historia y una imagen y, ese mismo texto que ahora yo leo, con el que creo una imagen en este contexto? Sí, esa frase ahora dibuja una imagen en mi cabeza y se incrusta dentro de mi historia.
Treinta centímetros de distancia hay entre esta frase y mis ojos. En estos treinta centímetros, qué escasos parecen, cabe un universo de posibilidades, de combinaciones, de hipótesis y significados. Ese gran pez del que habla Hemingway podría ser aquél primero que pesqué en el año 1986, en un pequeño lago de Arizona. Utilizaba un trozo de cartón como caña, hilo y en el anzuelo un trozo de embutido de cerdo. Esa vez también me di cuenta que había enganchado un gran pez, un gran pez de menos de treinta centímetros de largo. Por vez primera sentía un jalón que provenía desde las profundidades del lago. Una mancha colorida bajo el agua hacía evidente cómo poníamos a prueba nuestras fuerzas aquel ser acuático y yo, una niña que apenas rebasaba el metro de estatura.
Quizá, le diría a Hemingway, que esa es la humilde referencia con la que yo puedo llenar esos treinta centímetros de distancia que separan mis ojos de su texto. Esta es la hipótesis y el contexto más certero que en ello puedo ofrecer. Después de haber pescado ese y otros ejemplares, por la noche nos enseñaron a desollar aquellos pequeños cuerpos que aún coleaban y hacían agónicas exhalaciones desde las agallas. Después nos los cenamos y nunca más quise volver a pescar. A los ocho años supe lo que era enganchar un gran pez; ahora, a treinta centímetros del texto de Hemingway, después de treinta años de haber enganchado ese gran pez, también aprendí a sentir lástima y a lastimar. Y sé que no soy un pez, pero que muchas veces puedo tener agallas.
Gabriela Ortiz
Del Taller: Al Gravitar Rotando
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